jueves, 28 de mayo de 2015

"Festín de Lobos" [Trasfondo]


El equilibrio de poder entre los Grande Clanes de Nord se ha mantenido inalterable desde tiempos inmemoriales. Incontables son las historias que los más ancianos cuentan sobre alianzas infructuosas y guerras por la supremacía, más ninguno de los cuatro clanes ha logrado nunca imponerse sobre los otros tres. Muchos y grandes guerreros han luchado en pos de la alianza y la unificación, y han caído viendo cómo la traición y la venganza se alzaban victoriosas una vez más. Ningún nórdico osaría poner la mano sobre el fuego por ver alzarse al fin a uno de estos clanes. No al menos hasta el llamado “Festín de Lobos”.

"Festín de Lobos"
“Yo fui testigo de los horrores que aquella noche se abalanzaron sobre nosotros. Estaba ahí cuando las lobos se dieron un festín con las carnes del joven Alfar y las de muchos otros desgraciados. Luché codo con codo junto a vikingos más fuertes que yo. Y aún me pregunto porqué ellos cayeron y yo no. 
Ha pasado un invierno desde entonces. Corría el vigésimo noveno verano de Otto Nordberg como Jarl en los Palacios de Piedra de Gryttburg y, como es tradición en el Valle de los Gigantes, las fiestas en honor a Drassil se celebraban durante toda la semana. Estas fiestas parecían haberse ganado el beneplácito de la diosa y les había asegurado una cosecha abundante durante los últimos años, pero en esta ocasión la Vigilante pareció desoír los gritos de su pueblo, gritos que aún hoy resuenan en mis oídos. Miembros de todos los clanes acudieron a la cita invitados por los Nordberg. Ori y yo, junto a otros muchos más, acudimos a la cita agradeciendo aquella muestra de buena voluntad. De haber sabido lo que iba a suceder días después habría rechazado tal invitación. Quizá entonces muchos de los nuestros seguirían entre nosotros hoy en día. 
Sigmund Faulkner, maldito sea su nombre, también asistió a la celebración junto a otros de su calaña. Pese a las quejas y reproches de gran parte del thing y de los miembros de otros clanes, nada pudimos hacer para impedir la vuelta de los cuervos. Habían pasado ya veinte inviernos desde el último juicio de sangre y la prohibición de entrada había sido levantada. Muy a mi pesar, debíamos acatar la decisión de los ancianos. De no haber estado en tierras del Jarl, no existiría hombre, thing o dios alguno que me impidiera romperle los huesos a esa vil alimaña, pues tengo por seguro que él tuvo algo que ver en todo lo que pasó a continuación. 
Cinco días pasaron desde el inicio de la fiesta y gran parte de la tensión se había esfumado. Los Faulkner y sus vasallos, lobos en piel de uro, se paseaban por la aldea con total libertad y a la vista de todos. “No duermas junto a la ventana estando un cuervo cerca” se suele decir. Insensatos. Dejaron postigos y ventanas abiertas de par en par aún sabiendo que la bandada estaba al acecho. 
Llegó la noche y con ella el festín. Viandas y bebida de todo tipo y en abundancia, a las que pronto se uniría la carne de gran parte de los presentes. Reunidos, encerrados, en los ostentosos salones del Palacio de Piedra. Rodeados de música, alegría y amigos, pues entre los presentes no se hallaban ni uno sólo de los proscritos. Disfrutábamos de unos breves momentos de calma y esparcimiento. Recuerdo que Ulf y Alvar se encontraban a mi lado y cómo el primero hablaba de pedir la mano de Hilda nada más volver a casa. Las risas cesaron de pronto cuando uno de los escaldos falló su tonada e incó su rodilla en el suelo, cayendo luego de bruces y rompiendo su laúd contra la piedra. Algunos de nosotros nos levantamos rápidamente, sin saber que no estaba en nuestras manos evitar lo que ocurriría más adelante. Fue entonces cuando Ludwig, el menor de los Sturdstein cayó sobre la mesa, esparciendo el contenido de su copa mientras intentaba inútilmente evitar la caída. Elsa Olensen, Elof Gerthström y Ragnar Sigurdhold fueron los siguientes. Uno a uno caían, como si un sueño o un desvanecimiento se hubieran apoderado de ellos. Yo mismo sentí como el entumecimiento y el frío penetraban poco a poco por cada uno de mis miembros. Sus cuerpos inertes daban contra las baldosas ante la impotente mirada de todos nosotros. Aquello marcaría el inicio de la que iba a ser una larga noche. 
Un frío gélido recorrió el salón cuando las grandes puertas de la estancia se abrieron de par en par. Las luces se extinguieron de un soplo y todo quedó de pronto sumido en tinieblas. Incluso la gran chimenea que ardía tras Otto y Gretta Nordberg quedó reducida a rescoldos humeantes. Éramos sólo unos pocos los que aún conseguíamos mantenernos en pie, pero el sonido de nuestras armas al desenvainarse se multiplicó diez veces en aquel salón de piedra. Miré a mi alrededor. En la negrura percibí algunas formas, respiraciones, gruñidos. Decenas de ojos que observaban a través de las vidrieras de la sala. De la puerta vino entonces el eco de una voz quebrada y sádica, una voz cargada de odio, una voz que hablaba en una lengua totalmente desconocida para mi, una lengua que a mis oídos sonaba como el filo de una espada atravesando la carne desnuda. Fue entonces cuando se desató la tormenta. 
El estruendo de las vidrieras al estallar quedó ahogado por el rugido de aquellas bestias inmundas. Decenas de salvajes criaturas saltaron sobre nosotros sin hacer distinción entre los caídos y aquellos que aún nos teníamos en pie. En la oscuridad, durante lo que me pareció una eternidad, luchamos y nos defendimos con fiereza ante aquellas grandes bestias. 
Alfrid “el Ungido”, maestro de runas y gran hechicero del clan Östergaard, iluminó entonces la sala usando su bastón encantado. Por un instante todos pudimos ver con claridad aquella escena. Los cuerpos mutilados de aquellos que habían caído presa del hechizo adormecedor, los hocicos sanguinolentos de más de veinte lobos huargos, el miedo y el estupor dibujado en el rostro de aquellos desgraciados que habían perdido toda esperanza y la figura ominosa de aquel a quien debíamos toda aquella matanza. Aquel al que apodan “el Sabueso”, un hombre de mirada torva y despiadada, nos sonreía sentado desde la grupa de un gigantesco lobo de los Cien Inviernos, uno de los grandes lobos de las Montañas Heladas. Quieto, paciente, expectante, tranquilo. Demasiado tranquilo. La visión no duraría mucho. Uno de los lobos huargos, saltando sobre el Alfrid, abriría su cuello en canal, extinguiendo en un momento y para siempre la llama de su cayado y enviando su alma a los brazos de Flotnar. 
Y aunque Ori intentó impedírmelo, bendito Ori, me lancé contra aquellos dos monstruos, montura y jinete, vertiendo parte de la sangre que caía por mis brazos sobre mi fiel maza. El fuego que recorre mis venas ardió sobre el metal, iluminando por un instante los rostros de bestia y hombre. Un rostro sereno, inmutable, como el hielo de los Picos Quebrados. Ojalá el eco de sus cráneos al partirse fuese lo último que oyese antes de morir, pero aquella noche no tuve tanta suerte. Con un rápido movimiento de su mano, interpuso su espada entre mi maza y su persona. Su espada, un arma rúnica, un arma forjada en oricalco como aquellas que forjamos para los Jarls y sus campeones, una espada que no veía desde los tiempos de mi padre. Ormstung, la hoja del dragón. 
El cazador dio entonces un empellón y di con mis viejos huesos contra el suelo. Las fauces de la criatura se cernían sobre mi cráneo, exhalando su gélido aliento, al tiempo que una de sus poderosas zarpas se clavaba en mi pecho. Incapaz de hacerle frente, me disponía a reunirme con mis antepasados cuando aquella voz llegó nuevamente hasta mis oídos, gélida e inhumana. La bestia retrocedió, obedeciendo a su amo, negándome la muerte tan esperada. 
El festín de los lobos terminó con un único aullido. El aullido más salvaje y terrorífico que haya escuchado en toda mi vida, capaz de helar la sangre del más valiente. Entonces, el frío volvió a invadirme, apoderándose de mí, derrotado, entumeciendo mi cuerpo y nublando mi mente. No pude aguantar más y me desvanecí. 
Cuando por fin volví a incorporarme, magullado y humillado, todo había terminado. No había rastro de “el Sabueso” ni de sus lobos. Incluso los maltrechos cadáveres de aquellas bestias que habían caído bajo nuestras armas, entre las que contaba aquellas tres a las que di a probar el dulce peso de mi maza, habían desaparecido. Muchos fueron los que recorrieron los pasillos de los Palacios de Piedra en busca de esos monstruos, más ninguno encontró pista alguna. Era como si toda aquella maldita manada se hubiera esfumado, como si nunca hubieran estado ahí, como si toda aquella carnicería no hubiera sido más que una terrible pesadilla. Pero aquello había sido real y los muertos daban testimonio de ello. Los caídos se contaban por decenas, muchos de ellos chicos y chicas jóvenes que aún no habían probado los rigores de la guerra. Grandes guerreros, guerreros a los que consideraba hermanos, se habían unido a las filas de aquellos valientes que habitan ahora en los salones de Leafgard. 
Pero no han sido estas pérdidas las que han sacudido los cimientos de los Grandes Clanes, ni el súbito y traicionero ataque de los Faulkner, quienes ahora guardan silencio, sino la desaparición de aquellos que, no habiendo caído bajo las garras de los lobos, no se cuentan entre los vivos. Vestri y Austri, conocidos como “los Herreros Áureos”, maestros de las forjas de Haldir y dos de los mejores herreros que he conocido, Sturm “Mano de hierro”, famoso cazadragones y campeón del clan Thorwaldson, aquel que una vez expulsó al gusano Garganel de nuestras tierras, Radmund Fastarhold, thane del clan del mismo nombre en los Fiordos de Marfil y comerciante de joyas y artesanía, y Driffa Dagfinndottir hija pequeña del Jarl de uno de los clanes vasallos más pequeños de Jottunhold. Estos nombres son conocidos entre todos aquellos que, tiempo después, formamos parte del primer Gran Althing. Estos nombres y los nombres de los caídos son los que nos empujan hoy a enfrentarnos a la amenaza del este, los que nos animan a tomar las armas ante la tormenta que se cierne sobre nuestros hogares, sobre los hombres libres, sobre todas las tierras de Nord.” 
Testimonio del Jarl Ottar Wulfgarson, superviviente del “Festín de lobos”
y miembro honorífico del Althing de los Grandes Clanes de Nord.

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